la insoportable levedad de crear
La noche del 31 de diciembre del 2024 la pasé en Lisboa, en casa de una amiga de mamá. La edad media de la reunión rozaba los noventa años, y eso porque estaba yo para equilibrar la cosa. Cuando terminó la cuenta atrás me abracé a mamá y ella me preguntó:
– ¿Qué pides al 2025?
– Una nueva casa y dos libros.
Suena algo ambicioso, pero qué coño. Ahora mismo, en Chipre, vivo bien, pero mi estudio de creatividad y mi casa están separados por quince minutos a pie colina arriba, y hace tiempo que persigo la idea de vivir en una especie de Templo de las Musas, con una sala enorme dedicada en exclusiva a mis veleidades creativas.
Sigo buscando ese lugar.
Lo de los dos libros es algo que acaricio hace tiempo. Y el inesperado éxito de Usted se encuentra aquí me ha dado la oportunidad de hacerlo realidad en forma de contrato doble.
Hay un instante, apenas un parpadeo del universo, en el que una imagen, una frase suelta, un destello de emoción se enciende en la mente del escritor como una chispa sobre la hierba seca. No hay aviso ni método. A veces llega en la brisa tibia de una tarde cualquiera, en la risa rota de un desconocido en el metro, en el sonido del hielo quebrándose en el marco de la ventana. La inspiración es así: caprichosa, arbitraria, una amante infiel que se deja ver solo cuando le place y, cuando lo hace, exige devoción absoluta.
Pero no todas las historias se entregan fácilmente. Algunas novelas, esas que en verdad importan, se resisten con una terquedad exasperante. Son sombras que rondan en la periferia del pensamiento, susurran en sueños, se manifiestan en anotaciones dispersas que el escritor olvida entre las páginas de libros que nunca terminó. Se esconden en excusas, en la duda, en la autoexigencia paralizante. “No estoy listo para escribir esto”, se dice el autor. “No sé cómo terminarla”, insiste. Y la historia, paciente, lo observa desde la penumbra, sabiendo que el momento llegará.
Porque las novelas que tienen que ser escritas no piden permiso: irrumpen. Lo hacen con la violencia de una confesión largamente reprimida, con la inevitabilidad de un río que desborda sus márgenes tras una tormenta. Es entonces cuando el escritor ya no escribe por placer, ni por oficio, ni siquiera por necesidad. Escribe porque no hacerlo sería un crimen contra sí mismo. Porque la historia se ha instalado en sus huesos, le quema en las yemas de los dedos, y negarla sería como tratar de contener un grito cuando el alma ha sido herida.
Hay novelas que nacen como suspiros y otras como terremotos. Pero todas, sin excepción, llegan cuando deciden que es su hora, no antes, no después. Y el escritor, por más que se resista, sabe que su única opción es rendirse ante ellas, abrir las compuertas y dejar que fluyan. Porque al final, la literatura no es más que eso: una rendición gloriosa ante la urgencia de contar lo que no puede permanecer en silencio.
Mientras escribo estas líneas, estoy terminando de empacar. Llevo varios meses centrado en mi nuevo ensayo, basado en mi segunda serie más exitosa, Los engranajes de Occidente. Creo que he escrito alrededor del ochenta por ciento, pero está resultando tan largo que seguramente le pida al editor que le meta tijera. Las últimas semanas han sido relativamente dolorosas, porque me he forzado a ignorar a Nana, que está deseando salir, para centrarme en una tarea infinitamente menos visceral, que requiere rigor y documentación. En cierto modo, mi viaje a Bangkok me viene de perlas, porque me permitirá tomar distancia de este proyecto, y de ese modo, cuando regrese en junio, podré leerlo con ojos ajenos, que es seguramente la mejor forma de pulir lo que, de otro modo, puede resultar un mamotreto infumable.
Mañana viene un taxi a buscarme a las siete de la mañana. Primera parada, Atenas.
Qué vida más rara me he buscado.